Celebración eucarística en la conclusión del Capítulo general

Celebración Eucarística al concluir el Capítulo general

Estamos reunidos para celebrar la solemnidad de nuestro Padre Santo Domingo, luz de la Iglesia y predicador de la gracia. Nos reunimos para agradecer al Señor la gracia de este Capítulo General, aquí en Bien Hoa (Vietnam) y las múltiples gracias que hemos recibido de Él.

En Bolonia, el último Capítulo General comenzó con un encuentro con los hermanos estudiantes de todo el mundo que peregrinaron con Fr. Bruno, Maestro de la Orden. Aquí en Bien Hoa, el Capítulo General termina con la profesión solemne de veintiún hermanos, hermanos que han prometido caminar con nosotros en el seguimiento de Cristo Predicador. Se han atrevido a decir “sí” a un futuro que no está en sus manos porque creen firmemente que el futuro está en las manos amorosas y misericordiosas de Dios. Dios es poderoso y fiel porque cumple lo que promete. Y el poder de Dios brilla a través de nosotros cuando guardamos nuestra palabra, cuando permanecemos fieles a nuestros votos. Oremos por su fiel perseverancia.

¿Por qué promovemos las vocaciones a la Orden? ¿Por qué invitamos a hombres y mujeres a unirse a nosotros en la Familia Dominicana? ¿Los reclutamos porque es nuestro deber asegurar que el carisma dominicano siga vivo para la próxima generación? ¿Quizás porque necesitamos colaboradores que nos ayuden a predicar el Evangelio? ¿O porque en nuestra época hay miles de millones de personas que todavía no han oído hablar del Evangelio, más que en ningún otro momento de la historia, ya sea porque la gente es indiferente al Evangelio, o porque “la mies es mucha y los obreros pocos”? Creo que todas estas son buenas razones para aceptar hermanos y hermanas en la Orden. Pero creo que otra buena razón, probablemente la más importante, es que queremos compartir con ellos la alegría de predicar el Evangelio, queremos compartir con ellos el tesoro de la vida dominicana. Sabemos por experiencia que cuando nos encontramos con algo magnífico o impresionante lo primero que nos viene a la mente son las personas a las que amamos: ¡cómo desearíamos que estuviesen con nosotros! Cuando nuestros hermanos capitulares regresen a casa, supongo que contarán historias sobre las cosas notables que han visto, oído y gustado aquí en Vietnam. Así es como me imagino la comunión de los santos: al disfrutar de la visión beatífica, los santos nos recuerdan, y tal vez dicen: ¡cómo queremos que estéis aquí! Y desde este lado, decimos: ¡Nos iunge beatis!

Jesús nos dice en el Evangelio de hoy que somos la sal de la tierra y la luz del mundo. Es la luz de la fe que recibimos en el bautismo la que nos da el poder de dar color y sabor a nuestro mundo. El Papa Francisco nos lo recuerda en Lumen Fidei. “La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” : (LF # 57). Aun con una fe muy firme e inquebrantable, las tinieblas persisten en nuestro mundo. Sin embargo, no tenemos nada que temer, porque la fe es una lámpara fiable que iluminará nuestro camino.

Aquí en Vietnam, el nombre “Domingo” se traduce como Đa Minh, que significa ¡luz maravillosa! Domingo es lumen ecclesiae. Como cristianos, y especialmente como dominicos, somos la luz del mundo. Pero, como luz, somos más como la luna que como el sol. Jesús es la única luz verdadera del mundo; nosotros simplemente reflejamos su luz. Esto es lo que los padres de la Iglesia llaman ministerio lunar: reflejar la luz de Cristo, como la luna refleja la luz del sol. Y sabemos que el brillo de la luz de la luna depende de la posición de la luna en relación con el sol. El brillo de la luz que portamos como dominicos depende en gran medida de nuestra relación con Cristo. Algunos de nosotros brillamos como la luna llena: cuando la gente nos mira, inmediatamente sienten la alegría y la paz que procede de la irradiación de Cristo. Dicen que el que está enamorado brilla y resplandece. Un dominico enamorado de Dios y que está en paz consigo mismo y con los demás ¡resplandece y brilla de manera eminente! Se los puede ubicar fácilmente, incluso cuando están en un rincón oscuro de la habitación, porque brillan, resplandecen ¡incluso en la oscuridad! Sin embargo, algunos de nosotros estamos en una fase lunar menguante, que apenas brilla, casi escondida de Cristo. Cuando ves a un dominico que está sumido en la oscuridad, que está malhumorado y enfadado, cuya mera presencia te roba la energía, ¡ese hermano o hermana podría estar sufriendo un eclipse lunar! Necesita nuestra atención fraterna urgente porque la luz que viene de Cristo está totalmente bloqueada por algo que se interpone entre Él y Cristo. Somos la luz del mundo, nos asegura Jesús. ¿Pero qué clase de luz somos? ¿Luna llena, luna menguante o un eclipse lunar? Predicar a Cristo de palabra y de obra es un “ministerio lunar”.

Domingo es luz de la Iglesia, muy semejante a la luz de la que habla Jesús en el Evangelio. Domingo no se guardó la chispa de la inspiración divina, sino que fundó una Orden de Predicadores, una Orden de hombres y mujeres dedicados al estudio de la verdad, a la predicación de la gracia y a la construcción de comunidades, especialmente de la Iglesia.

Una de las preguntas que me intrigaba desde que era novicio era: ¿cómo es que no se ha recogido ningún sermón u homilía del fundador de la Orden de Predicadores? No fue por falta de material de escritura, porque aún hoy podemos leer las bellas homilías de san Agustín, que vivió siglos antes. Sin embargo, todo lo que tenemos son tres cartas breves escritas por Domingo: una fue dirigida a las monjas, dos relativas a conversiones de herejía.

Creo que ha de haber una buena razón para que no se haya recogido ninguna homilía de Domingo. Os invito a usar vuestra imaginación y a suponer que tal ausencia tiene por objeto resaltar el misterio de que, para Domingo, su sermón perdurable es la Orden que él fundó. No llamó a los primeros conventos casas para predicadores, sino la Santa Predicación misma. Todos somos la homilía de Santo Domingo en nuestro mundo de hoy. Somos parte del texto en constante expansión de su sermón. La palabra texto proviene del latín texere, que significa tejer. El texto del sermón de Domingo es un entretejido de la vida y el testimonio de aquellos que están cautivados por su espíritu, por su pasión por la verdad y su compasión por la humanidad. Y si podemos imaginar que somos parte de la predicación de Domingo, os invito a considerar dónde estáis en el texto3 de la homilía de Santo Domingo. ¿Estás justo en medio del texto, en grandes letras negritas? ¿Eres una aburrida e insignificante nota a pie de página al final del folio? ¿Eres una nota al pie de página que nadie lee pero que realmente se debería leer, porque si se leyese, se descubriría algo interesante que proporciona un nuevo modo de comprender el texto que ofrece nuevas direcciones esclarecedoras? ¿Eres una nota al margen, que reflexiona o critica el texto? Tal vez estés al margen, apenas colgando de la página, pero esa existencia marginal marca los límites del texto y produce el mundo en el que el texto tiene su existencia. ¿Y qué dice este texto? ¿Qué tienes que decir tú, el texto, por ti mismo? Somos la única –pero duradera– predicación de Domingo en nuestro mundo de hoy. Las decisiones que tomamos en nuestro Capítulo General, que son en sí mismas un entretejido de nuestras determinaciones y sueños colectivos, están destinadas a hacer que la predicación de Domingo sea más elocuente en nuestro mundo de hoy.

Hemos venido de todas partes del mundo para celebrar nuestra comunión como dominicos. Hemos caminado juntos con el Señor durante cuatro semanas. Después de esta reunión, regresaremos a nuestras casas. Por paradójico que parezca, aunque nos separemos y vayamos por caminos diferentes, seguimos caminando juntos, porque pertenecemos a la familia de Santo Domingo, lumen ecclesiae, y tenemos un objetivo: irradiar la luz de Cristo, la Palabra Encarnada, al mundo.

Gerard Timoner OP

St. Martin Shrine, Biên Hòa

1 Adapted from Karen Soos, “The Etymology of Hope” LOGOS Fall 2004 Vol. XVII No. 2

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