Homilía de Fr. Felipe Trigueros Buena, OP

Homilía del Viernes, 5 de agosto de 2022
Víspera del aniversario de la muerte de Santo Domingo.

El Espíritu de Dios suscitó a Domingo, mensajero que cruza montes, valles, colinas, y extensas llanuras, anunciando la Palabra de la salvación, anunciando la paz. Y Domingo se hizo oración, gemido y llanto, y de sus noches en vela, y de su caminar infatigable, el Padre, que siempre oye los gritos de su pueblo, supo arrancar de Domingo palabras de gracia, de vida y de misericordia.

Domingo no quiso que esto fuese sólo algo personal, por eso promovió la creación de una Orden de Predicadores, es decir, de hombres y mujeres iguales en dignidad y, de un modo u otro, cada uno según sus carismas particulares, todos y todas enteramente dedicados al ministerio de la Santa Predicación. Predicación para la salvación de las almas.

Proclamar la Palabra de la salvación significa pasar del desconsuelo ante el error y el pecado, ante la mentira y el latrocinio, a la exaltación, a la fiesta de quien se sabe liberado, al consuelo de la Buena Noticia del Evangelio. Y esta es nuestra misión, nuestra compasiva misión, nuestro particular modo de vivir la caridad: hacer razonable y entendible nuestra fe y dar razón de nuestra esperanza; ser testigos y signos proféticos de Jesús, de su Reino, que está cerca.

Hoy podría pensarse que nuestro mundo ni quiere ni sabe que necesita salvación alguna. Que no busca verdad alguna, y por eso tampoco se preocupa por la mentira. Un mundo que sólo se siente robado si alguien le proclama un dios, cualquier dios, porque lo entiende como ficticio e inútil. Está nuestro mundo, particularmente algunas partes de nuestro mundo, compuesto de realidades y personas totalmente indiferentes, que con su silencio manifiestan la nulidad de todo, la inutilidad de todos. Y su indiferencia se extiende también al próximo que yace en el borde del camino de la vida.

Pero no olvidemos que no hay grito más estruendoso que el que no produce sonido alguno; y no hay mayor hambre que el de quien ya se olvidó lo que es comer. En el silencio de la indiferencia, los humanos urgimos una respuesta que escuche y acoja, una respuesta compasiva, un testimonio de verdadera misericordia.

Y nosotros, y yo, mensajero de paz, porteador de compasión y consuelo, ¿dónde estoy? ¿a quién escucho?, ¿de quién me compadezco?

Vivir yo en la mentira me es fácil, basta no ver a Jesús en quien me es distinto y me interpela; basta negar a Cristo allí donde Cristo quiere que yo le anuncie, donde Él quiere que yo proclame su Paz y Salvación. Nosotros somos predicadores para la salvación de las almas, de todas las almas. Esta es nuestra misión, y en nuestra misión, al igual que Cristo, encontramos nuestra cruz, que es símbolo de muerte, pero encierra la resurrección, encierra al resucitado. “Toma tu cruz y sígueme”. ¡Niégate a ti mismo, vive enteramente para el Reino de Dios!

Pero si sólo me veo a mi mismo, si solo miro y escucho lo mío, lo nuestro, si sólo oigo a los nuestros, entonces, ¿quién se compadecerá de mí?

¿Dónde hallaré yo compasión?

Porque ninguno ha sido enviado a predicarse a sí mismo, ni a proclamar sus verdades, filosofías, teologías, o buenas costumbres. Todos hemos sido llamados a Predicar a Cristo, y Cristo crucificado, grito desgarrado, Palabra de Salvación. Y esto no es cuestión de marketing. Esto es sólo cuestión de vida: ¿a quién entrego yo mi vida? ¿qué espero yo a cambio?

Yo, nosotros, esperamos la misma salvación que anunciamos. Por eso llevamos su cruz en nuestras espaldas y hombros. Porque no somos más que nuestro Maestro. Porque le seguimos a Él y, con Él, subimos hacia Jerusalén, y cruzamos el monte, sí, el monte de los olivos. Señor, hágase tu voluntad, tu voluntad de verdad, de paz, de consuelo, de salvación.

S. Pablo nos enseña que, sobre nuestras espaldas y hombros, llevamos el peso de nuestros hermanos y hermanas, el peso de la humanidad frágil, dolorida y necesitada de redención. Llevamos también el peso de la humanidad indiferente. Así explica el apóstol la caridad y la compasión.

Llevar la cruz llorando con quien llora y grita, aunque no se dé cuenta de que lo está haciendo, porque tampoco se oye a sí mismo.

Llevar la cruz sintiendo hambre de justicia con quien siente esta misma hambre, aunque ya dejó de esperar en poder saciarse.

Llevar la cruz con quien siente la sed de la verdad, sintiendo yo también la sequedad de mis labios, anhelando yo también la fuente de la sabiduría.

Señor, que los Predicadores sintamos el clamor de la humanidad, obra de tus manos. Que, en la compasión, lloremos con los que lloran, para que no nos instalemos en la mentira; para que no vivamos en el dominio ni en la opresión; para anunciarte a Ti, siempre a Ti, sólo a Ti, que eres la Paz, la única Paz; para saberte cercano incluso de quien te niega o de Ti reniega. Señor, que los Predicadores podamos mirarnos en los ojos de Domingo; que

podamos gozar del calor de su abrazo y nos sintamos compadecidos y amados, por quien nos es más útil en el cielo de cuanto lo fue en la tierra.

Así sea.

Fr. Felipe Trigueros Buena, OP

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