El culto a Santa Margarita en la Orden de Predicadores

El culto a Margarita floreció inicialmente en los lugares que habían sido teatro de su vida terrena: Città di Castello, donde murió y se conservan sus restos, los pueblos del Valle del Metauro (La Metola, Mercatello y Sant’Angelo in Vado), donde pasó sus primeros años de vida. Si ésta fue la matriz original de un recuerdo tenazmente conservado en las diócesis de Umbría y Las Marcas, un papel decisivo en la promoción del culto lo desempeñó la Orden de los Predicadores, que desde principios del siglo XIV hizo de la beata Margarita el símbolo de su presencia pastoral en Città di Castello, y del fuerte vínculo que el convento local tenía con los ciudadanos.

Pero la Orden también favoreció la difusión de la devoción de la beata desde el humus original en dirección a un público más amplio. Sin borrar los valores patronales de un culto profundamente arraigado en las comunidades a las que pertenecían, los frailes predicadores potenciaron un modelo de santidad femenina cargado de resonancia universal y capaz no sólo de perdurar en el tiempo, sino de imponerse a nivel supraterritorial. Así lo demuestra el florecimiento en el siglo XX del culto de Margarita en Estados Unidos y Filipinas. Considerado en su conjunto, el dossier de fuentes literarias e iconográficas, atribuibles principalmente a los mecenas dominicos, permite reconstruir el recorrido de una memoria que se distingue por una singular estabilidad diacrónica en su doble articulación entre lo particular y lo universal.

 Los primeros testimonios se remontan a los años comprendidos entre los siglos XIV y XV y se sitúan bajo la égida de fray Tomás de Siena, conocido como Caffarini. Como responsable y vicario de las mantellate italianas, el maestro general le encargó que trabajara para obtener de la Sede Apostólica el reconocimiento de la Orden de la Penitencia, o Tercera Orden Dominicana, tarea a la que se dedicó en los cinco años que van de 1400 a 1405. Complementario a este objetivo fue el esfuerzo que realizó para conseguir la canonización de Catalina Benincasa, la laica dominica más famosa, a la que el ala observante de su familia religiosa había elegido como símbolo de la reforma. En el convento de S. Giovanni e Paolo de Venecia, donde vivió desde 1395 hasta el año de su muerte, en 1434, dio vida a un scriptorium, una imprenta para copiar y distribuir las legendae, en latín y en lengua vernácula, de las santas mujeres que habían servido en la Orden de la Penitencia, y trabajó para obtener el reconocimiento canónico de su estilo de vida. El interés de Caffarini representó, por tanto, un salto cualitativo desde el punto de vista cultual, pues favoreció la ampliación de los horizontes de la devoción a Margarita incluso fuera del nudo original Tifernate. La beata pasó a formar parte oficialmente del elenco de la Orden como modelo de santidad terciaria de validez universal.

Los esfuerzos propagandísticos del fraile sienés no se limitaron a los testimonios escritos, sino que también tuvieron su corolario en el mecenazgo artístico. Este programa apologético encuentra su más fuerte transposición iconográfica en el importante retablo de Andrea di Bartolo (ya conocido como el Maestro de las Efigies Dominicas), conservado en Venecia en el Museo dell’Accademia, pero procedente del monasterio dominicano de Murano. En el políptico de la prestigiosa galería Margarita ocupa un lugar junto a las “terciarias” Giovanna da Firenze, Vanna da Orvieto, Caterina da Siena y Daniella da Orvieto. Estas representaciones más antiguas tienen también un valor “fundacional” de la imagen de la beata, ya fijada en sus elementos esenciales. Si también ella, como las demás penitentes, lleva el hábito dominicano y tiene el lirio (símbolo de la virginidad) y la cruz en las manos, el signo peculiar de la beata de Tifernate es el corazón. Este atributo acompañaría permanentemente su figura iconográfica y la haría inmediatamente reconocible incluso en las representaciones de grupo, como en la famosa predela de la National Gallery de Londres, en la que Fra Angelico celebra el triunfo de la familia dominicana, ya proyectada en la gloria del paraíso. La inserción completa de Margarita en este marco de la Orden es confirmada por una notable pintura del convento de Santo Domingo en Città di Castello, donde se la representa junto a Margarita de Hungría e Inés de Montepulciano. Aunque aureolada de un nimbo a rayos, el artista perugino Ludovico di Angelo Mattioli no le da menos dignidad que a las dos santas monjas, reconocibles respectivamente por la corona real colocada en el suelo y el cordero. Margarita sostiene su corazón en la mano, pero cabe destacar cómo este atributo se enriquece aquí con un detalle importante: en él aparecen claramente grabadas tres piedras, una alusión a los preciosos hallazgos que se descubrieron durante la autopsia realizada inmediatamente después de su tránsito.

Un incentivo para la promoción del culto y, por lo tanto, también para la elaboración de la memoria literaria y la representación artística fue su beatificación a principios del siglo XVII. Pero, en este período, gracias a la iniciativa de los frailes, hay muchas atestaciones también fuera del marco umbro-marchigiano, no limitadas al área italiana y europea. Gracias a su amplia red misionera, Margarita también llegó al Nuevo Mundo, como demuestran algunas obras de arte encontradas en México y Perú.

En el siglo XX se constata la iniciativa dominicana la difusión del culto en Estados Unidos y Filipinas. Un eficaz instrumento de promoción en los países de habla inglesa fue la biografía del padre Bonniwell op, que ofrecía un conmovedor retrato, La beata Margarita de Castello, también conocida como la pequeña Margarita. En los últimos años, la creciente devoción popular ha encontrado un formidable eco en el circuito de la comunicación digital. También hay que señalar que en este contexto se ha producido una especie de reinvención de su imagen.

La iconografía de ultramar presenta un visión algo diferente de la beata, quizá menos idealizada que su retrato renacentista y barroco: en las imagenes contemporáneas conviven representaciones heredadas del pasado con intentos de ofrecer representaciones actualizadas, más cercanas a la sensibilidad de hoy, pero siempre aludiendo a una especial maternidad deMargarita hacia la infancia abandonada. Además de su ceguera y su hábito dominicano, el atributo iconográfico que la hace inmediatamente reconocible ya no es su corazón, sino su bastón, una alusión a su discapacidad, pero también a su papel de guía en el camino de la fe.

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