Hace 800 años murió santo Domingo. Es una ocasión para que la Iglesia dé gracias “por la fecundidad espiritual de ese carisma y esa misión, que se manifiesta en la rica variedad de la familia dominicana” (PG 1). Como escribió Georges Bernanos en el siglo pasado, el rostro de Domingo se funde ahora con el de su Orden: “Si pudiésemos elevar una mirada única y pura sobre las obras de Dios, la Orden de Predicadores nos aparecería como la caridad misma de santo Domingo, realizada en el espacio y en el tiempo, como si su oración se hubiera hecho visible”. Si hay desde siempre muchos carismas en la Iglesia, es raro que sigan vigentes varios siglos más tarde. ¿De dónde viene esta fecundidad?
Lo que llama la atención de Domingo es que estaba perfectamente a la escucha “de la necesidad urgente de su tiempo” (PG 2). Ahora bien, como señala el Papa Francisco, esta necesidad era doble. Había la necesidad de una nueva evangelización, a la que santo Domingo respondió con una predicación pobre e itinerante; pero existía, “igualmente importante (…), un llamado a la santidad en la comunión viva de la Iglesia” (PG 2). Domingo comprendió desde el principio que sin una santidad vivida, la suya propia y luego la de sus comunidades, la predicación estaría, tarde o temprano, condenada al fracaso, y que sin un retorno decidido a la forma de vida de la primera comunidad cristiana, la palabra del Evangelio se perdería en el bullicio del rumor de los tiempos.
Podemos ver en ello una lectura muy profunda y original de lo que significa ser contemporáneo de su tiempo. El filósofo G. Agamben enunció la siguiente tesis: “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo”. Y esto es lo que le ocurrió a Domingo durante la hambruna de Palencia, cuando, movido por la compasión ante tanta angustia, “vendió sus preciosos libros y, con una bondad ejemplar, estableció un centro de limosnas…”, y de nuevo, de forma decisiva, cuando descubrió la gran miseria de la herejía en Languedoc. Pero, continúa Agamben, esto no es suficiente: la auténtica contemporaneidad requiere algo más, debe ser capaz de “percibir en la oscuridad del presente esta luz que busca alcanzarnos y no puede hacerlo”, y añade: “por ello los contemporáneos son raros”. Para Domingo, esta luz sólo podía ser la del Evangelio, que debía tener la valentía de hacer brillar verbis et exemplo en su pureza original más allá de todo lo que la encubría en los discursos y costumbres de la época; y la valentía del Evangelio no es otra cosa que la santidad. Lejos de aislarlo y alejarlo de su tiempo, la santidad era, por tanto, esa matriz de luz que, extraída de Dios, sostendría y llevaría su respuesta como predicador de la gracia a la oscuridad de la época.
Por eso “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (GE n°19). Si la aparición de un carisma es siempre datada y circunstancial, cuando es portado por la santidad, se reviste de la fuerza de la vida divina que no conoce fin; entonces puede durar y dar fruto. Esta es “la perenne actualidad de la visión y el carisma de santo Domingo” (PG 3), y no en un sentido puramente temporal, sino en el sentido metafísico de una actualitas que se remite a la capacidad de operar e “inter-venir” con eficacia en el fluir del tiempo ordinario. Y puesto que el carisma del santo tiene su fuente en Dios, se da también a toda la Iglesia como bien propio y como tal puede “servir como inspiración a todos los bautizados” (PG 3).
“La gran vocación de Domingo fue predicar el Evangelio del amor misericordioso de Dios en toda su verdad salvadora y su poder redentor” (PG 4). Sorprendentemente, Frà Angelico elige casi siempre representar a Domingo, el predicador, en silencio al pie de la Cruz, bajo el resplandor de la misericordia de Dios. Allí descubre que es el destinatario del Amor crucificado que cree y sabe que está destinado a todos. Una misma experiencia le hace experimentar su propia salvación y la fraternidad universal de la miseria del pecado y que la Misericordia no tiene limites. Que este encuentro salvífico pueda perderse se convierte en su angustia. Por eso suplica y grita, como para desgarrar el abismo y abrir una puerta a la Misericordia. Cuanto más la recibe, más percibe su invitación universal, y cuanto más se deja configurar por ella, más su oración frecuente y singular… pidiéndole a Dios “darle la verdadera caridad para cuidar y trabajar eficazmente en la salvación de los hombres, juzgando que sólo sería miembro de Cristo cuando se consagrase por entero a la salvación de las almas” (Libellus, 13). Fray Angélico lo entendió: al pie de la Cruz, el llamado a la santidad y el llamada a la misión son para Domingo una sola y misma cosa.
Se ponen así de manifiesto dos rasgos importantes del carisma dominicano. En primer lugar, la predicación de la gracia no es sólo del orden del discurso y del contenido doctrinal, sino que aspira a lanzarse como el acontecimiento de la palabra que daría al destinatario el ardor de un encuentro íntimo con el Salvador, un relámpago en el que la palabra se haría efectiva, performativa, capaz de “encender los corazones” (PG 2), de “despertar en ellos la sed de la venida del reino…” (PG 5). En segundo lugar, la insistencia del santo en pensarse a sí mismo como Hermano Domingo procede de la urgencia de la comunión que extrajo de la misericordia divina: allí, todo hermano humano, tanto amigo como enemigo, fue elevado al rango de un verdadero Tú para Dios por la muerte de su amado Hijo en la cruz.
Recordar a Santo Domingo, que quería ser llamado hermano, en un momento en que el Papa Francisco acaba de ofrecer al mundo la encíclica Fratelli tutti ¿no es un guiño de la Providencia? En cualquier caso, aquí se proponen tres tipos de compromiso con la Orden, como otros tantos círculos concéntricos.
En primer lugar, el Papa pide “cooperar en todos los esfuerzos para parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos…” (PG 5). Es una invitación a entrar resueltamente en el camino abierto por Gaudium et Spes: los cristianos tienen el derecho y el deber de aportar su contribución a la construcción de un mundo más fraterno, sin temer asumir los retos que puedan estremecerlos. Es cierto que la mayoría de nuestros contemporáneos no comparten, y a menudo incluso rechazan, el rostro de Dios a la base de la fraternidad cristiana. Pero este rechazo no puede deslegitimar el compromiso de trabajar junto a ellos. Es una cuestión que toca la pertenencia a Cristo y la voluntad de Dios de que nadie se pierda. Y para la Orden, es la compasión de Domingo frente a toda adversidad.
El segundo pedido tiene que ver con la renovación del mandato de la predicación por parte de la Iglesia: “¡Que la Orden de Predicadores, ahora como entonces, esté en la vanguardia de un anuncio renovado del Evangelio, que pueda hablar al corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y despertar en ellos la sed de la venida del reino de santidad, justicia y paz de Cristo!” (PG 5). Esto significa que la Iglesia sigue necesitando predicadores de la gracia para “despertar las fuerzas espirituales” (FT 276) que fecunden los compromisos en el centro – en el corazón – y en los márgenes de la Iglesia.
Pero la contribución más valiosa de la Orden a la fraternidad universal proviene simplemente de la “vida en común” que Domingo quiso, instituyó y vivió. No es que la vida en común realice plenamente la fraternidad, pero la pone en marcha con las herramientas eficaces que son el compartir los bienes, la convivencia, el servicio, la hospitalidad… La vida en común es un laboratorio prometedor para la fraternidad. El genio de santo Domingo fue infundir el ideal en el gobierno, eligiendo una “forma inclusiva de gobierno en la que todos participaban en el proceso de discernimiento y toma de decisiones” (PG 6). Es entonces posible abandonar la lógica de la violencia y de la competencia, es posible y bueno vivir juntos y, alimentados por la Eucaristía y la palabra de Dios, abrirse a una realidad más misteriosa, la de la unidad en Dios mediante la construcción del Cuerpo de Cristo. Por ello, la vida en común, más que cualquier otra cosa, tiene el valor de “testimonio profético del plan último de Dios en Cristo para la reconciliación y la unidad de toda la familia humana”, y como tal constituye un “elemento fundamental del carisma dominicano” (PG 6).
Cuando el Papa Francisco habla finalmente de los frutos de santidad y a veces de genialidad que ha dado el gran árbol multisecular de la familia dominicana (PG 7), destaca “la destacada contribución que han realizado a la predicación del Evangelio a través de la profundización teológica de los misterios de la fe” (PG 8) ¡Es históricamente tan cierto que el dominico, en la opinión común, es un intelectual!
Pero la iniciativa se remonta al propio santo: “Al enviar a los primeros frailes a las nacientes universidades de Europa, Domingo reconoció la importancia vital de proporcionar a los futuros predicadores una sólida formación teológica…” (PG 8). En esto se diferenciaba mucho de san Francisco, que siempre desconfió de una “ciencia que hincha” (1 Cor 8,1). “El estudio” era para santo Domingo un elemento tan fundamental de la identidad dominicana que lo prescribió desde el principio incluso a las monjas que reunió en Roma (Primeras Constituciones de San Sixto). Pero siempre lo combinó con la pobreza y la vida en común. Pobre, porque no busca hacer carrera, sino que se pone “al servicio de la revelación de Dios en Cristo” (PG 8). Pobre, sobre todo en su esfuerzo por despojar la mente de los ídolos que son las falsas concepciones de Dios o del hombre, en su mendicidad de un rayo de luz evangélica sobre las realidades que escruta, y al final en una radical desnudez ante el misterio siempre mayor de Dios. En cuanto a la fraternidad, ella constituye a la vez el sustrato y uno de sus objetivos: confiando en la inteligencia humana, la equipa sólidamente para el cuestionamiento, el diálogo y el debate. En un mundo de violencia, este recurso a la razón y al diálogo será siempre el primer paso hacia el respeto del otro. Por lo tanto, estudiar es también “amar con toda su capacidad de comprensión”, como dijo una vez una monja.
En la confluencia de la fe y de la razón, de la contemplación y del impulso misionero, el estudio ilumina particularmente bien un ritmo, una “cadencia” típicamente dominicana, que consiste en poner en tensión polos que, sin ser contradictorios, son sin embargo opuestos y que requieren a la vez un ir y venir del uno al otro – es Domingo consagrando sus días al prójimo y sus noches a Dios – y una penetración mutua, ya que en el plan de Dios están unidos – es Domingo aprendiendo a temprana edad “a apreciar la inseparabilidad de la fe y la caridad, la verdad y el amor, la integridad y la compasión” (PG 4). Esta tensión no resuelta podría derivarse del mandato del Señor a los apóstoles de “no pertenecer al mundo”, mientras que, al mismo tiempo, son “enviados al mundo”. Esto crea, para el apóstol, una condición paradójica en la que no puede estar totalmente de acuerdo con ninguna de las operaciones que tienen lugar en el mundo, sin por ello pueda ausentarse de él, mientras trata de mantener unidas realidades que en el orden del mundo parecen excluirse mutuamente. Esta vida en tensión, que era la de Domingo, sería entonces como la proyección, en la existencia finita, del infinito de la vida divina donde coinciden los opuestos.
Atrevámonos a ir más allá y a formular la hipótesis de que el mantenimiento de esta tensión es una garantía de fecundidad, mientras que su relajación por la pérdida de uno de sus polos es un signo de desviación del carisma. Retomando el ejemplo de la teología, cuando la preocupación por la verdad se combina con la de una caridad concreta y efectiva es allí cuando la Orden escribe las páginas más bellas de su historia: “La unidad de la verdad y la caridad encontró quizás su más bella expresión en la escuela dominicana de Salamanca, y particularmente en el trabajo de fray Francisco de Vitoria, quien propuso un marco de derecho internacional basado en los derechos humanos universales. Esto, a su vez, proporcionó el fundamento filosófico y teológico para los heroicos esfuerzos de los frailes Antonio Montesinos y Bartolomé de Las Casas en las Américas, y Domingo de Salazar en Asia, para defender la dignidad y los derechos de los pueblos nativos” (PG 4). Al contrario, si se descalificara la verdad en favor de la sola observancia religiosa, o si la defensa de la verdad olvidara el primado de la caridad, entonces se escribe una página más oscura, como en los excesos de la Inquisición…
En cuanto al espacio ampliamente abierto entre los polos en tensión, éste da lugar a expresiones e iniciativas tan múltiples como variadas. “La religión de mi hijo Domingo es un jardín delicioso, ancho, alegre y perfumado”, dijo un día Nuestro Señor a Santa Catalina, que lo transmite.
Sor Marie TRAINAR, O.P.
Monasterio de Langeac
Francia