En memoria del Cardenal Eduardo Francisco Pironio (II parte)

Anécdotas de Fray Carlos Azpiroz, OP
(Parte II)

Fray Eduardo F. Pironio (“Pironio un profeta de esperanza” https://pironio.org.ar)

Mi primer encuentro con él. Era la mañana del 9 de enero de 1980 en Roma. Jorge Scampini y yo viajábamos con otros compañeros de la Facultad de Derecho (UCA) y esa mañana nos disponíamos a ingresar en el Aula Pablo VI para la audiencia general con Juan Pablo II. Estábamos emocionados por esa posibilidad. Esperábamos entonces la hora cerca del portón de la Plaza Pio XII, 3, donde aún hoy funciona en el primer piso la entonces llamada Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares. Pero la emoción se hizo mayor. En efecto, adivinábamos que a esa hora seguramente Pironio debía llegar a la sede de su trabajo, cruzando la Plaza de San Pedro desde el Palacio del Santo Oficio, al otro lado de la Plaza de San Pedro, donde residió hasta su muerte. Cuando efectivamente lo vimos llegar caminando, con su boina y un sencillo abrigo, le salimos al encuentro entusiasmados para contarle que éramos argentinos y que en pocos días, el 20 de febrero, ingresaríamos al noviciado de la Orden en Mar del Plata. Nos dio un gran abrazo, emocionado, sentido, y su bendición. ¡Qué alegría grande aquella!

Años después, la Providencia nos hizo un enorme regalo, una verdadera gracia. Llegado el momento de nuestra ordenación diaconal, fue él quien presidió la Eucaristía y nos confirió el Orden con la imposición de sus manos. Era el 8 de agosto de 1986, Fiesta de Santo Domingo. Su homilía, pronunciada en la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Buenos Aires, es recordada aún por muchos hermanos como un verdadero canto a la misión del Predicador, de aquel que sigue las huellas de Santo Domingo, Nuestro Padre. En esa Eucaristía fuimos ordenados Fray Jorge Scampini, OP, Fray José María Cabrera, OP, Fray Alberto Saguier, OP, y el que suscribe. Un año más tarde, también en el Convento Santo Domingo de Buenos Aires, ¡otra gran alegría!: en la Vigilia de la “Pascua de Nuestra Señora”, como él mismo solía llamar la solemnidad de la Asunción de la Virgen María, nos ordenó sacerdotes a los cuatro. Desde entonces, cultivamos un sencillo diálogo epistolar.

El 25 de mayo de 1992, Fray Damian Byrne, OP, entonces Maestro de la Orden, dejaba Santa Sabina, para emprender su último viaje a América Latina, ya que el 1° de julio comenzaba el Capítulo General electivo en México. Tres días antes me había pedido que lo acompañara al Palacio de San Calixto, en Trastevere, donde tiene su sede el Pontificio Consejo para los Laicos. Quería despedirse del Cardenal Pironio, quien era entonces Presidente de ese Dicasterio de la Curia Romana. Asistí como testigo privilegiado a ese sencillo y elocuente encuentro de dos amigos de Dios, sin protocolo, unidos también por su amor a Santo Domingo y a la familia dominicana. Al regresar caminando a Santa Sabina, Fray Damián me confió que Eduardo Pironio lo había ayudado mucho en sus primeros tiempos como Maestro, cuando aquel era todavía Prefecto de la Congregación para los Religiosos. Además – cito sus palabras –, concluyó: «nunca escuché tan bellas palabras sobre Santo Domingo, como las que nos dirigiera a los frailes capitulares de Roma en 1983».

Desde que regresé a Roma en junio de 1997, convocado por Fray Timothy Radcliffe, OP, para ser Procurador General de la Orden, no dejé de visitarlo. Su presencia y su palabra alimentaron mi espíritu. Recuerdo con especial afecto y emoción aquellos encuentros periódicos ininterrumpidos hasta que el Señor lo llamó a vivir la plenitud de su amistad, a su lado, para siempre.

Eduardo Pironio pidió ser sepultado en la Argentina, en la Basílica-Santuario de Nuestra Señora de Luján, donde había sido ordenado sacerdote el 5 de diciembre de 1943, donde recibió la consagración episcopal el 31 de mayo de 1964 y donde celebró jubiloso sus Bodas de Oro sacerdotales. Su tumba, como la de Pablo VI en San Pedro, inspira una profunda y sentida devoción y continúa siendo una posta necesaria en la peregrinación a la casa del Padre.

En la vida religiosa y consagrada ha dejado una marca indeleble, siendo un verdadero testigo de la alegría Pascual. Su paso por los seminarios diocesanos de Mercedes y de Villa Devoto en Buenos Aires (en Argentina); su trabajo con la Acción Católica; su labor pastoral en la facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina, donde fue profesor y decano, su presencia en el Concilio Vaticano II (participando como perito); su ministerio de Pastor como Obispo diocesano; el delicado servicio a la Iglesia latinoamericana como secretario y presidente del CELAM; su responsabilidad como Prefecto de la Congregación para la vida religiosa; la presidencia del Pontificio Consejo para los Laicos; la promoción de las memorables Jornadas Mundiales de la Juventud (se me ocurren, pienso en voz alta, una verdadera proyección a nivel mundial de la “Invasión de los pueblos” en su amada diócesis marplatense: una convocatoria anual a todos los jóvenes de la diócesis que literalmente “invadían” diversas localidades dispuestas a acogerlos para un fin de semana de reflexión oración y celebración) … todo esto fue modelando en él un corazón verdaderamente eclesial, universal, alegre y juvenil, aún en medio del sufrimiento que vivía siempre en profundo silencio, ¡misterio de la Pascua!

Profesión del Cardinal Eduardo F. Pironio

Quisiera destacar con sencillez fraterna cierto “perfil dominicano” en este hermano nuestro, miembro de la familia de Santo Domingo –sin pretender por ello “apropiarme” de su corazón universal-. Se notaba en él su profunda confianza para tomar parte en la quaestiones disputatae de su tiempo, como fiel heredero de una tradición que no quiso nunca preservar en un congelador intelectual. Eduardo Pironio ha sido, en efecto, heredero de una tradición viva que en cada tiempo ha hecho su contribución. Esta tradición que ha encarnado con docilidad se apoya en intuiciones filosóficas y teológicas fundamentales: una comprensión de la moral en término de las virtudes y crecimiento de las virtudes; la bondad ontológica de toda la creación; la confianza en la razón y en el rol del debate; la profunda alegría en la visión de Dios como nuestro destino; y una humildad ante el misterio de Dios que lo llevaba siempre más allá de las ideologías. Esta es una tradición que cultivada en el alma de Eduardo Pironio tiene hoy una inmensa importancia en un mundo que frecuentemente es tentado por el pesimismo intelectual, falta de confianza en que la verdad puede ser alcanzada, o por un fundamentalismo brutal. Está fundada en la confianza de que tenemos una propensio ad veritatem. Su especial “sabiduría del corazón”, de la cual tantos nos hemos enriquecido, es una herencia de inmensa importancia para y en la Iglesia, que frecuentemente está dividida por diferencias ideológicas con teólogos o pensadores disparándose unos a otros desde trincheras opuestas y donde hay frecuentemente temor de un verdadero encuentro intelectual con aquellos que piensan diferente.

Su testamento espiritual, parafraseado por el Papa Juan Pablo II en el funeral celebrado en la Basílica de San Pedro el sábado 7 de febrero, al que asistimos varios frailes y religiosas dominicas, es un canto de Acción de Gracias, un verdadero Magnificat.

Concluyo tartamudeando mi admiración, frente a este recuerdo vivo inclino la cabeza y elevo mi espíritu: ¡Su vida ha sido un canto a la alegría cristiana y de la vida consagrada; a la amistad evangélica como expresión del amor de Dios; a la cruz-pascual vivida en lo más profundo del ministerio sacerdotal!; todo esto es parte de una preciosa herencia, embellecida por un singular amor filial a María, la Virgen fiel. Este es el testamento que nos ha dejado a quienes tuvimos la gracia de conocerlo y tratar con él con amor de amistad.

Entre sus numerosos escritos quisiera citar, a modo de conclusión, los párrafos finales de sus “Reflexiones sobre la amistad”, fruto de la lectura de los capítulos VIII y IX de Ética de Aristóteles, de los respectivos comentarios de Santo Tomás –hermano nuestro- y de algunos textos de la Summa Theologiae (I-II q.4 a.8 y II-II q.23-33).

«… Para la imperfecta felicidad de la tierra – hecha con lágrimas y con esfuerzo- nos es imprescindible la gozosa presencia del amigo que nos alivia y nos sostiene, nos eleva y nos perfecciona. Su hallazgo constituye, entre las miserias del tiempo, la más invendible riqueza. Entre los gozos accidentales de la gloria, Santo Tomás coloca el reencuentro con el amigo.

La felicidad perfecta consiste en la visión intuitiva de Dios. Allí encontrará el hombre la plenitud completa de su perfección. Esencialmente no hace falta nada más para la beatitud. Pero el complemento de la felicidad exige todavía la presencia inadmisible del amigo. Puede la muerte quebrar temporalmente una amistad. Pero en el surco abierto de la herida se ha sembrado el encuentro definitivo. La suprema perfección de una amistad se alcanza, entonces, en la eternidad. Allí se logrará la máxima semejanza y la más indestructible convivencia.»

Finalmente, una expresión de afecto hecha oración… Querido hermano, Eduardo, Predicador de la alegría, de la cruz pascual aceptada con amor ¡gracias por tu amistad! Descansa en Paz, y ruega por nosotros… ¡entre las miserias del tiempo seguimos caminando alegres en la esperanza hasta el encuentro definitivo suplicando la misericordia del Padre!

Fray Carlos A. Azpiroz Costa, OP

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