Homilía de Fr. Robert Mehlhart, OP

3 de agosto 2022
Mateo 15, 21-28

Fr. Robert Mehlhart, OP

Queridos hermanos y hermanas:

Hace unos dos mil años, Jesús curó a una niña cananea de un demonio porque su madre se lo rogó. Podemos imaginar el alivio de la mujer cuando supo que su hija estaba curada. También podemos imaginar la vergüenza de los discípulos que intentaron deshacerse de ella, porque querían que les dejara en paz.

Con este milagro de curación, Jesús afirmó ante sus discípulos tanto su misión como su divinidad, pero también nos dice hoy algo sobre nuestra presencia y nuestro futuro. Al responder a la petición de la mujer, Jesús afirma en primer lugar, de forma un tanto delicada, que ha sido enviado a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”. Aquí vemos la belleza del misterio de su encarnación: en Jesús, Dios eligió limitarse para compartir la vida terrenal del hombre con todas sus hermosas particularidades. Él era, como todos nosotros, miembro de una familia particular, en una cultura particular, formada por una fe particular, en su caso la fe de Israel. Pero, al adentrarse en una región extranjera, Tiro y Sión, Jesús rompe el caparazón del confinamiento de su propia cultura, poniendo de manifiesto el verdadero alcance de su misión, que es universal. Podría describirse como un enorme crescendo divino, que se extiende desde Israel hasta el resto del mundo y cambia toda su tonalidad en clave pascual. Nuestra labor como predicadores es ayudar al Señor a que el crescendo de su misión siga resonando a través de los tiempos.

Al curar a la hija de la cananea, Jesús mostró a sus discípulos la universalidad de su misión. Pero también afirmó su divinidad. Por supuesto, sólo hay uno que puede, en última instancia, expulsar a todos los demonios, dando la verdadera curación y la vida: Dios mismo. Jesús nos muestra cómo es realmente Dios y cómo actúa con nosotros. Al curar de su demonio a la niña cananea, vemos que Él es el Dios de la curación, de la alegría y de la vida para todo ser humano.

El sábado pasado, nuestros hermanos mexicanos nos invitaron a vivir el “Día de los Muertos”. Al día siguiente, algunos de nosotros tratamos de hacer un agradable análisis dominicano sobre qué elementos de esta tradición eran cristianos y cuáles no. Por supuesto, no llegamos a una conclusión definitiva. Para mí, esta tradición expresa un profundo deseo del ser humano: reunirnos con nuestros seres queridos fallecidos y tener un banquete de alegría con ellos. Por tanto, esto puede recordarnos la gran trayectoria de nuestra vida cristiana: todos

esperamos el día en que Cristo vendrá de nuevo, resucitará a los muertos y los invitará a un Cielo y una Tierra nuevos, su reino eterno, o con otra imagen bíblica, al banquete eterno. Esto se prefigura cuando Jesús cura a la muchacha, en el Evangelio de hoy: ella estaba en un lugar remoto, en algún lugar de Canaán, con un demonio, así que estaba literalmente en un lugar de sombra del que Jesús la salvó por la intercesión de su madre, devolviéndola a la vida.

Queridos hermanos y hermanas, permítanme concluir mi homilía con una nota personal. Realmente yo no debería estar aquí. El hermano que mi provincia eligió originalmente como definidor del capítulo fue FR. Wolfram Hoyer. Era un historiador, que sirvió un par de años en nuestro Instituto Histórico en el Angelicum de Roma. Murió hace dos años en un trágico accidente cuando regresaba de conferir la extremaunción en un hospital. Soy su sustituto.

Aquellos que le recuerden estarán probablemente de acuerdo en que a Wolfram no le importaría compartir la siguiente anécdota con ustedes. En una recepción en el Angelicum, un fraile le preguntó a Timothy Radcliffe “Timothy, ¿quién es este hombre que está al lado de Wolfram?”. Timothy respondió: “Querido, éste es todavía Wolfram”.

Recemos por el P. Wolfram y pidamos al Señor que nos ayude en las particularidades de nuestra vida cotidiana al llevar a cabo la misión sanadora de Cristo.

Amen.

Fr. Robert Mehlhart, OP

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