Aquel que ha comenzado esta buena obra en mí, la llevará hasta el final

Homilía – 19.07.2022

fr. Joseph Ellul, OP

Ayer escuchamos las palabras de Dios a través del profeta Miqueas, que se enfrentaba al pueblo por su infidelidad y su falta de conducta santa. Hoy escuchamos al mismo profeta suplicando a Dios que se compadezca de la debilidad humana.

¿No era ésta la actitud de Domingo en sus gritos de angustia durante sus oraciones nocturnas, en las lágrimas que derramaba ante la miseria y el sufrimiento humanos?

El profeta era una persona muy incómoda; era incómodo para sí mismo e incómodo para los demás. Era incómodo para sí mismo porque se le había confiado la mismísima PALABRA DE DIOS, la Palabra Sagrada, y era demasiado consciente de su fragilidad humana. Era incómodo para los demás porque la Palabra de Dios era la Palabra de la verdad. Se le encargó decir al pueblo de Dios lo que necesitaba saber, que no era necesariamente lo que quería oír. Y, sin embargo, el profeta es también alguien que intercede ante Dios por su pueblo. Alguien que muestra misericordia y compasión por su pueblo.

Como Orden de Predicadores (religiosos, religiosas y laicos), como una verdadera FAMILIA DOMINICANA, somos también partícipes de la misión profética. Nuestra misión es profética. Como los profetas también somos personas incómodas. Nos sentimos incómodos con nosotros mismos por las mismas razones que los profetas. Al tomar en serio nuestra vocación, nos embarcamos en nuestra misión con temor y temblor. Pero nos animamos con el consejo de Humberto de Romans. En su libro sobre la Misión del Predicador se lamenta de que algunos sean reacios a salir a predicar porque temen sucumbir a la tentación y al pecado. Su respuesta es que es mejor salir a predicar y ensuciarse las manos que quedarse en la habitación, inmaculadamente limpia, sin hacer nada.

También somos incómodos para los demás por la misma razón que los profetas. La verdad no siempre es bien recibida. Nos enfrenta, primero a nosotros, y luego a aquellos a los que somos enviados, con la cruda realidad de nuestros fallos humanos, de la existencia del mal y la injusticia, y de la necesidad de volverse a Dios y comenzar una nueva vida, una vida de santidad. Pero al igual que los profetas, los dominicos no hemos sido llamados a ser predicadores exitosos; hemos sido llamados a ser predicadores fieles. Si hacemos depender el futuro de nuestra vocación del éxito, tenemos dos alternativas: cambiar de opinión o cambiar de trabajo.

Algo que siempre me ha fascinado en la vida de Domingo es el período que va entre 1206 y 1215. Es el período que me gusta llamar “los años ocultos”, los años en que se quedó totalmente solo. El grupo de predicadores de los cistercienses y otros se había ido, Diego había regresado a su diócesis, y murió algún tiempo después. Durante ese período en el que predicaba solo ante un público frecuentemente hostil, era fácil sucumbir a la tentación de volver a la paz y la tranquilidad del claustro de Osma, en lugar de permanecer en Carcasona, donde nada iba a ninguna parte. Y, sin embargo, conociendo las Cartas de Pablo, se habría animado con las palabras del Apóstol de los gentiles a Timoteo: “Sufre conmigo por el Evangelio y confía en la Palabra de Dios… porque conozco a Aquel en quien he creído”.

Esto nos lleva al Evangelio de hoy. Las palabras de Jesús han de considerarse un reto. Jesús desafió a cada uno de los apóstoles a seguirle incondicionalmente. Estaba mostrando a su familia natural que su misión era ahora hacer la voluntad del Padre al predicar y curar a la gran familia de Dios. Este es también nuestro desafío dominicano. ¿Por qué Domingo atrajo a tantos jóvenes universitarios en su época, a gente como Jordán de Sajonia? En aquellos días los jóvenes ingresaban a la universidad para buscar una carrera en la Iglesia o en la vida civil. Domingo los confrontó con una alternativa: transformar su deseo de una carrera exitosa en un deseo de predicar y salvar almas.

Esa es nuestra vocación también hoy. Este es nuestro futuro. En él hemos puesto nuestra vida. El domingo pasado, el Hermano Gerard estableció la importante distinción entre optimismo y esperanza. El optimismo se basa en el cálculo y la predicción; la esperanza se basa en la Divina Providencia. Al final de las Completas, los dominicos cantamos la antífona O Spem Miram, Oh, admirable esperanza. Esta es la esperanza engendrada por nuestra vocación: que Domingo nos siga sirviendo como intercesor ante Dios más de lo que lo hizo durante su vida terrena.

Al proseguir nuestro trabajo en este Capítulo General, hagamos nuestras las palabras de Pablo: “Aquel que ha comenzado esta buena obra en mí, la llevará hasta el final”.

fr. Joseph Ellul, OP

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