Una santidad para redescubrir: Santo Domingo de Caleruega y la gracia de la predicación

El 6 de enero de este año se inauguró en toda la Orden de Predicadores el Jubileo del Octavo Centenario de la muerte – dies natalis – de Santo Domingo de Caleruega (c. 1274 – 1221), que tuvo lugar el 6 de agosto en una húmeda y calurosa Bolonia. Con la Carta Apostólica Praedicator gratiae, destinada a toda la Familia Dominicana dispersa en todo el mundo, el Santo Padre Francisco quiere recordar y honrar la figura del gran Santo que, junto con Francisco de Asís, no sólo marcó un punto de inflexión decisivo y original en la historia de la Iglesia, sino que representa, ayer como hoy, un ejemplo luminoso de una vida consumida al servicio de la caridad evangélica y de la salvación de las almas. La Orden de Predicadores nació del corazón apostólico de este hombre que, como recuerda eficazmente Santa Catalina de Siena, “tomó el Oficio de la Palabra” y “lleno de celo por la salvación de las almas […] hablando siempre contigo o de ti [con Dios o de Dios]”, combinando en admirable equilibrio el apostolado y la contemplación, “se dedicó totalmente a la renovación de tu Iglesia” (Prefacio de la Misa del Santo).

La santidad de Domingo, reconocida oficialmente por el Papa Gregorio IX el 14 de julio de 1234 en Rieti, es una santidad eminentemente apostólica, alimentada y sostenida por una temprana dedicación a la oración y al estudio de la teología. De las fuentes antiguas podemos obtener un perfil de su santidad. Estos textos narran con gran detalle muchos de sus milagros, pero como recuerda su sucesor, el beato Jordán de Sajonia: “más que milagros, había en él algo más radiante y magnífico”, es decir, su carisma, sus virtudes, su vida.

El cardenal Ugolino de Ostia conoció personalmente a Francisco y a Domingo y, una vez convertido en el Papa Gregorio IX (1227-1241), canonizó a ambos. La bula de canonización afirma que Dios dio a Domingo ” a fortaleza de la fe y el fervor de la divina predicación”. Él, “sin apartarse nunca del ministerio y del magisterio de la Iglesia militante […] habiéndose convertido en un solo espíritu con Dios, engendró a muchos con el Evangelio de Cristo, obteniendo ya en la tierra el nombre y el oficio de patriarca”.

Para los que le conocieron, Domingo “tenía una voluntad firme y siempre recta y un corazón inquebrantable en las cosas que había juzgado razonables según Dios” y el equilibrio del hombre interior “se manifestaba fuera en la bondad y alegría de su semblante”; hombre de auténtica e ininterrumpida oración, era un hermano entrañable para sus compañeros: “De noche nadie era más asiduo a las vigilias y oraciones que él, de día nadie más sociable (nemo communior) con los hermanos, nadie más alegre”. También lo fue con las primeras monjas de la Orden, con las que se entretuvo con una amable y afectuosa amistad.

Santo Domingo ardía en amor y compasión por toda la humanidad y, como dice un testigo del Proceso de Canonización: “extendió su caridad y compasión no sólo a los fieles sino también a los infieles y paganos e incluso a los condenados del infierno y lloró mucho por ellos”. De ahí surgió el apostolado y la oración nocturna expresada en el grito: “Señor, ¿qué será de los pecadores?”. Otro testigo recuerda que “lloraba tan fuerte que se le oía por todas partes […]. Así que pasaba las noches sin dormir, llorando y compadeciéndose de los pecados de los demás”.

Todo ello en la asiduidad cotidiana en la meditación de la Palabra de Dios, en la adhesión a la sana doctrina y con una fructífera relación con la Iglesia institucional: era un hombre in medio ecclesiae. Según uno de los primeros hagiógrafos del Santo, el Papa Inocencio III tuvo una confirmación sobrenatural de lo que habría sido la importancia fundamental de Domingo para toda la Iglesia: durante un sueño tuvo una visión de la Basílica de Letrán a punto de derrumbarse y del Santo apresurándose a sostenerla con la fuerza de sus hombros y evitando así su peligrosa ruina. Y, con una relectura en clave providencial, uno de sus sucesores en la dirección de la Orden, Humberto de Romans, comentaba: “[el papa], al principio parecía ser un poco escéptico [ante la petición de Domingo] que, sin embargo, no se produjo sin la voluntad de Dios, de modo que el vicario de Jesucristo supo ciertamente, por la visión que tuvo después, lo necesario que era para la Iglesia universal […] lo que el hombre de Dios Domingo anhelaba por inspiración divina”. Y la Iglesia no se derrumbó…

Santo Domingo fue sobre todo un “humilde ministro de la predicación / Predicationis humilis minister“, como firmó él mismo en un documento de principios de 1215. Al año siguiente, según el relato de los hagiógrafos, durante otra estancia en Roma, el Santo tuvo la famosa visión de los santos Pedro y Pablo: “El hombre de Dios Domingo estaba entonces en Roma. Mientras, en la basílica de San Pedro, se volcaba en presencia de Dios, en su oración por la conservación y propagación de la Orden […] la mano del Señor se posó sobre él e inmediatamente vio, en una visión, a los gloriosos príncipes Pedro y Pablo que venían hacia él: el primero, Pedro, parecía darle un bastón, Pablo un libro, y añadían diciendo: “Ve, predica, pues has sido elegido por Dios para este ministerio”. A continuación, en un instante, le pareció ver a sus hijos dispersos por el mundo, yendo de dos en dos y predicando la palabra de Dios a los pueblos”. 

El sueño de Inocencio III y la visión en San Pedro: la Orden de Predicadores nació en el corazón de Domingo y totalmente al servicio de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II recordó que “el pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra del Dios vivo” (Presbyterorum Ordinis 4). La predicación se había diluido y Domingo tuvo el don de volver a sacarla a la luz. Aunque comenzó a predicar contra los herejes y quiso evangelizar a las poblaciones paganas, en realidad su ministerio se extendió a todo el pueblo fiel, como en Bolonia cuando predicó “a los estudiantes y a otras personas de bien”.

En las fuentes se repite muy a menudo la imagen del santo que celebraba – cantaba – la misa todos los días, e incluso de viaje cuando podía, derramando abundantes lágrimas durante el canon y en el Padre Nuestro. Es que la Palabra se realiza y se comprende en la Eucaristía, como enseña el relato de los dos discípulos de Emaús (Lc 24, 27-31). Además, de nuevo en las Fuentes, se recuerdan sus éxtasis en el momento de la elevación de la Hostia consagrada: “Frecuentemente, pues, en la elevación del cuerpo del Señor durante la misa, quedaba arrebatado en tal éxtasis, como si viera allí presente a Cristo encarnado; por esta razón, durante mucho tiempo no oyó la misa junto con los demás”.

Su vida, al igual que su mensaje, su legado y su santidad, siguen siendo aún hoy la “piedra angular” sobre la que se asienta la Orden de Predicadores y un ejemplo al que toda la Iglesia debe mirar para aprender a modelar la propia vida sobre la de Cristo, al servicio de los hermanos. Como hizo Domingo.

Fr. Gianni Festa O.P.
Postulador General de la Orden de Predicadores

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